Son los dos primeros argentinos que llevan la marca "santos"; bueno, "beatos", en realidad, que significa dos cosas: el primer escalón hacia lo anterior, y también, definitivamente felices.
Felices para nosotros, felices porque tocan la fuente de la alegría y el encargo de cuidarnos.
Una mujer y un indígena. Los dos, además, del "interior", declaradamente federales.
Los dos de perfil bajo, aunque a Ceferino se le hizo más difícil el ser acuñado beato porque su popularidad fue derramándose, un poco desprolijamente, por todos los rincones de nuestras necesidades y de nuestras simpatías.
Una mujer: Tránsito del Santísimo Sacramento Cabanillas, cordobesa de pura cepa y del turístico valle de Punilla. Dedicada a Dios haciendo el bien a los pobres, a los enfermos, a los niños y a los viejitos. Fundadora franciscana y misionera.
Un indígena: Ceferino Namuncurá, de prosapia real, príncipe aunque de linaje derrotado. Salesiano de alma, mapuche de alma y de cuerpo y con el objetivo claro de ser varón de Dios para su pueblo. Se enfermó antes, pero si miramos su mirada vemos que la tuvo clara, y que sintió su dignidad indígena, humana y cristiana.
Tránsito y Ceferino. Llegaron antes que todos los demás, son pueblo de Dios, son para nosotros. Nos quieren, nos acompañan, nos animan, esta mujer y este indígena. Ella se continúa en sus monjitas, calladas, dedicadas, cariñosas. Él se continúa en los salesianos que don Bosco quiso patagónicos, y en los jóvenes. Los dos se prolongan en nosotros, en quienes elijamos acompañarlos, y nos dicen que no todo está perdido, que sólo se trata de ofrecer el corazón.