"Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo,
los amó hasta el extremo" (evangelio de Juan, 13,1)
Los amó: nos amó: a vos, a mí, a nosotros, al de cerca y al de lejos.
Hasta el extremo: hasta el fin, hasta el colmo de amor, en la desmesura y el derroche. Un amor que es "hasta el fin" también porque atraviesa los tiempos y permanece, no falla más.
Y después de una entrada tan rotunda y solemne, el autor pasa a narrar. ¿Qué hizo, Jesús, como signo de esa calidad del amor? Agarró una palangana, una toallita, se sacó el manto, y se puso a lavar los pies a sus discípulos. Ahora ya sabemos lo que es amar hasta el extremo: amar sirviéndonos los unos a los otros, en la sencillez y la humildad, el amor que se despoja de toda ansia de poder y deja que el otro sea y ayuda a liberarlo.
Pero no fue un acto de tristeza: este don es la alegría, es un modo de representar la Eucaristía. La Eucaristía es justamente el amor que ya ha vencido. Que tendrá que seguir pasando por el dolor en cada uno de nuestros días, pero que encierra las primicias de la victoria sobre el mal.
Es pesado el mal, es duro, es fuerte y se difunde con tanta facilidad. La Eucaristía indica que ya el partido ha sido ganado. Hay que seguir jugando, y sufrir, pero sabemos, en Jesús, el resultado final. Esto no nos exime de la lucha, y por eso la Eucaristía es también alimento diario: comemos porque somos débiles y porque queremos compartir su empresa, la del amor que libera. Pero es también fiesta, aunque sea la pequeña fiesta cotidiana: como el mate compartido, como la puesta del sol, como la charla de los amigos.
Por eso el mismo Jesús, y esa misma noche, acota:
"Les he dicho todas estas cosas para que mi alegría esté en ustedes
y su alegría sea completa" (según dice Juan, 14,11)